Encontramos en la Biblia ciertas ocasiones en el pasado lejano en que Dios dio poderes milagrosos a determinados hombres. En tiempos modernos hay personas que pretenden tener dones espirituales semejantes. No obstante, sus pretensiones no son muy convincentes cuando se comparan con las verdaderas manifestaciones de los poderes milagrosos que demostraron los apóstoles y discípulos en tiempos del Nuevo Testamento.
Es cierto que el éxtasis religioso, como quiera que se estimule, puede producir efectos extraordinarios en personas de diversas religiones. Sin embargo, la obra real y efectiva que llevaron a cabo los primeros discípulos, no era de ningún modo esa clase de fenómeno. Por ejemplo, comparemos la algarabía ininteligible de los que actualmente pretenden «hablar en lenguas» con la habilidad que recibieron aquellos «hombres sin letras» para predicar el evangelio a hombres «de todas las naciones bajo el cielo» en su propia lengua o idioma (Hechos 2:4-12).
En cuanto a los «dones de sanidad», no se puede negar que en todos los siglos, Dios ha respondido a oraciones sinceras, y algunas veces otorga la curación de enfermedades. No obstante, esto no es en absoluto lo mismo que aquellas manifestaciones milagrosas, como cuando el cojo que estaba en la puerta del templo que se llamaba la Hermosa «saltando, se puso en pie y anduvo» mediante una palabra de Pedro (Hechos 3:1-10), y mucha gente fue sanada al instante. No se ven actualmente tales poderes impresionantes, porque fueron dados por motivos específicos, en épocas determinadas y bien separadas, en la historia de las relaciones entre Dios y los hombres. La curación de las enfermedades no era el objetivo principal de Jesús y los discípulos; si hubiera sido así, habrían podido sanar a todos los habitantes de la tierra por medio de una sola palabra.
Estos poderes se dieron y se emplearon en épocas particularmente decisivas, cuando era necesario que un gran número de personas fueran convencidas, en gran parte contra sus mismas inclinaciones, de que Dios les hablaba por medio de ciertos hombres especialmente escogidos.
Las cuatro ocasiones sobresalientes en las que tales poderes fueron otorgados sucedieron cerca de los años 1500, 900 y 600 antes de Cristo, y por última vez hace casi 2000 años, en los días del Señor y sus apóstoles. Fuera de estas ocasiones especiales, han sido muy raras las manifestaciones de poderes milagrosos realizadas por los hombres.
Alrededor del año 1500 antes de Cristo, Moisés recibió el poder de hacer señales milagrosas y maravillosas para convencer a Faraón y a los israelitas de que él había sido enviado por Dios para sacar de Egipto al pueblo de Israel.
En el desierto, Moisés dio pruebas milagrosas adicionales de que la ley que él había establecido era de Jehová. Estos hechos fueron registrados en las Sagradas Escrituras; y esa época de milagros se acabó cuando los israelitas pasaron el río Jordán después de un período de cuarenta años.
Unos cinco siglos después (900 antes de Cristo), cuando el pueblo se volvía a dioses ajenos, Elías hizo caer fuego de Jehová para vencer a los profetas de Baal y demostrar que «Jehová es el Dios» (1 Reyes 18:37-40). El y su sucesor, Eliseo, clamaron al pueblo para que volviera a Jehová. Fue un período crítico en la historia de la nación, y a estos profetas se les dio poder para resucitar a los muertos, sanar la lepra, y apartar las aguas del río Jordán, como prueba de que hablaban y actuaban por autoridad divina (1 Reyes 17 y 18; 2 Reyes 2, 4 y 5).
Tres siglos más tarde (aproximadamente 600 años antes de Cristo), Israel y Judá estaban en cautiverio, el templo había desaparecido y un poderoso emperador pagano, Nabucodonosor, había incorporado la tierra de Israel al vasto imperio de Babilonia. Llegó a ser necesario demostrar sin lugar a dudas al remanente del pueblo de Israel y al mundo pagano, que Jehová todavía era Dios. En este momento Jehová escogió como testigos a cuatro jóvenes hebreos. A uno de ellos, Daniel, le dio dones espirituales, es decir, el poder de interpretar sueños y señales. Como resultado del poder maravilloso demostrado por estos cuatro hombres, el mundo pagano se enteró de la omnipotencia del Dios de Abraham. El soberbio emperador se humilló y fue motivado a alabar, engrandecer y glorificar al Rey de los cielos (Daniel 4:37). Sus sucesores permitieron al pueblo volver a la tierra de Judá con autoridad para reconstruir el templo, y unos cuarenticinco mil judíos emprendieron el viaje.
Una vez más, la potencia de Jehová se manifestó, las señales se registraron en las Escrituras como testimonio perpetuo, y las señales milagrosas cesaron por 600 años.
Por aquel entonces, la observancia religiosa de la mayoría del pueblo había degenerado en un ritual sin sentido, viciado por la tradición humana, mientras que el mundo de los gentiles estaba envuelto en la superstición y las tinieblas espirituales. Una vez más se presentó un cambio trascendental; Jehová estaba por ofrecer el perdón de pecados y un nuevo pacto, abierto tanto a los gentiles como a los judíos. En aquel entonces, engendró a un hijo de una virgen, y lo envió para abolir en su carne la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas (Efesios 2:15). Fue necesario que hubiera cambio de ley para ofrecer a los hebreos un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas (Hebreos 7:12, 8:6).
El mensaje fue enviado en primer lugar a los judíos y después a los gentiles para mandar «a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan» (Hechos 17:30). Este mensaje exigía un cambio fundamental en la conducta y el pensamiento religioso de los judíos, empapados de siglos de tradición, y de los gentiles engañados por filosofías especulativas y supersticiones religiosas arraigadas.
Para vencer estos obstáculos poderosos y demostrar que el mensaje venía de Dios, ocurrió el cuarto período de testimonio milagroso. Jehová confirió a su Hijo, y más tarde a los apóstoles, el poder de su Espíritu Santo para sanar a los enfermos, resucitar a los muertos y hacer otros milagros. Estos poderes daban testimonio al hecho de que Jesús de Nazaret era en verdad el Mesías prometido y esperado desde hacía mucho tiempo (Mateo 11:3-5; Hechos 2:22). En aquel tiempo no existía el Nuevo Testamento para que Jesús y los apóstoles pudieran citarlo para confirmar sus exposiciones del significado de las profecías del Antiguo Testamento.
Por consiguiente, los dones espirituales eran necesarios para aflojar el apego del pueblo a las tradiciones del pasado y abrir su entendimiento para recibir el nuevo pacto. Después de su resurrección, Jesús envió a sus discípulos a llevar el evangelio por todo el mundo (Marcos 16:15-20). En el día de Pentecostés se les confirió dones espirituales para que mediante las señales que realizaran, pudieran dar evidencia irrefutable de que el mensaje que proclamaban era de Dios. Fueron particularmente ayudados a propagar la Verdad a otras naciones por el don de lenguas, porque se les habilitó para hablar a la gente de modo que «cada uno les oía hablar en su propia lengua» (Hechos 2:6-11). Ese don fue dado a hombres escogidos, sólo con esa intención, y no para dar espectáculos (1 Corintios 14:6-33).
Los apóstoles podían conferir el Espíritu Santo a otros creyentes, pero según el caso de Simón el mago, parece que los conversos que recibían el don no podían transferirlo a otros más. Simón, quien se convirtió y fue bautizado y habría estado entre los que habían recibido el Espíritu Santo, ofreció dinero a los apóstoles para que a cualquiera a quien él impusiera las manos, recibiera el Espíritu Santo (Hechos 8:12-19).
Hoy en día nunca vemos milagros semejantes a los que se hacían en aquel entonces. Parece que el privilegio de recibir y conferir dones espirituales murió con los apóstoles.
Hacia el fin del primer siglo después de Cristo, la enseñanza de la Palabra de Cristo se había establecido, los hechos de los apóstoles habían sido registrados y los evangelios y las epístolas estaban disponibles «para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia» (2 Timoteo 3:16).
Los dones espirituales lograron el propósito para el cual fueron dados, y la cuarta época de testimonio milagroso llegó a su fin. Una vez más, ha sobrevenido un período prolongado durante el cual la palabra escrita ha sido la fuente de conocimiento y el tribunal de apelación en asuntos de conducta y doctrina.
Como hemos visto, cada uno de las cuatro períodos de señales milagrosas ocurrió en una etapa particularmente importante del desarrollo del propósito de Jehová para la tierra y el género humano. Cada período se reveló por testigos escogidos por Dios y se confirmó por señales; la evidencia se inscribió en las Sagradas Escrituras para la instrucción de las generaciones posteriores, y ese período fue seguido por un tiempo prolongado durante el cual la predicación no era apoyada por la evidencia de dones espirituales, sino por el testimonio de la palabra escrita: «Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras tengamos esperanza» (Romanos 15:4).
Vivimos en tal período. El tiempo para erradicar de la tierra toda enfermedad y la muerte misma todavía no ha llegado; no obstante, muy pronto vendrá, como leemos en Apocalipsis 21:3-5.
Jesucristo, sus apóstoles y discípulos recorrieron la tierra predicando el evangelio, es decir, las buenas nuevas del reino que viene, «testificando Dios juntamente con ellos con señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad» (Hebreos 2:4).
Aunque los que reciben este evangelio no reciben aquellos poderes espirituales hoy en día, pueden recibir de las Escrituras la mente espiritual, porque «si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él» (Romanos 8:9).